Cuando los papeles tardan más que las paredes. La burocracia en la arquitectura
Decidir hacerse una casa debería ser un proceso ilusionante: un proyecto de vida que, con esfuerzo y muchos ahorros, se convierte en un hogar. Como arquitecta, intento acompañar a familias que deciden dar ese paso. Pero demasiadas veces descubro que lo más difícil no es levantar paredes, ni diseñar ni calcular estructuras, ni justificar normativas infinitas, sino sobrevivir a una burocracia que convierte la construcción de vivienda en un laberinto.
Sé que este escrito difiere de lo que normalmente comparto en Camu·Camu, donde hablo de la arquitectura de casas y de las mujeres que las habitan en distintas culturas. Pero para el Día Mundial de la Arquitectura quiero hacer un paréntesis y traer una reflexión desde mi propia práctica como arquitecta de viviendas, más a menudo de lo que me gustaría, agotada por la burocracia.
5 años y aún sin acabar. Un caso real
Para ejemplificar lo que digo empiezo por resumir un caso real. Para poder construir, en España —y en la mayoría de lugares— se debe solicitar primero la licencia con un proyecto básico, aquel donde se justifican las normativas urbanísticas y de habitabilidad. En este caso, se entregó y solicitó en 2020. La licencia se concedió a finales de 2022 sin incidencias.
A posteriori se redacta el proyecto de ejecución (el que justifica todas las normativas constructivas y contiene los cálculos) y se empieza la obra. La obra duró unos cinco meses. La documentación final de obra tardó otros seis meses, hasta poder solicitar la licencia de primera ocupación (el papel final necesario para ir a notaría y registrar que un solar es una vivienda).
Ese trámite se hizo en octubre de 2024. La visita de los técnicos municipales —para verificar que todo es como aquello que se dibujó en 2020— sucedió en mayo de 2025. Y en septiembre de 2025, se recibe la notificación de abrir un nuevo expediente de legalización por unos cambios que ya constaban en el proyecto ejecutivo.
¿La magnitud del “problema” a legalizar? Nueve metros cuadrados de diferencia sobre 140 totales de la casa, y con una altura inferior a 165 cm.
Una vez entregado, la firma electrónica no fue aceptada y se tuvo que volver a tramitar. A día de hoy, aún seguimos a la espera.
En resumen: más de cinco años de trámites, que aún no han acabado, para una vivienda de 140 m2 que se construyó en obra en cinco meses.
Seis años de ilusiones aplazadas, de ahorros bloqueados, de familias que ven cómo su vida se congela entre requerimientos y notificaciones.
No es un caso aislado
Y no es un caso aislado: en otro municipio con un grave déficit de vivienda, un promotor presentó una propuesta para rehabilitar un edificio vacío y abandonado hace décadas, en pleno centro. La respuesta —no concluyente— del Ayuntamiento a una simple consulta previa tardó nueve meses. Mientras tanto, el edificio sigue vacío y el pueblo sin soluciones.
En otro, el departamento de urbanismo paralizó licencias indefinidamente por un error en su propio planeamiento urbanístico. En otro, con la licencia ya concedida, tras año y medio de espera, apareció un escollo en la ordenanza que imposibilitaba el proyecto y del que nadie había avisado. En otro más, más de un año entero para una licencia de primera ocupación; mientras tanto, la vivienda cerrada con llave y con alarma por si entran.…
Y podría seguir con una lista larguísima de ejemplos en distintos municipios y contextos. Todos acaban en lo mismo: tiempo perdido y frustración para familias y profesionales.
El impacto en los profesionales
Las consecuencias no solo afectan a quienes esperan su casa. También recaen sobre quienes intentamos trabajar en esta profesión.
Como arquitecta autónoma, resulta casi imposible sostenerse en una dinámica así: seis años de formación universitaria, otros tantos de prácticas y certificada Passive House para acabar atrapada en plazos eternos, trámites sin fin, honorarios desfasados en el tiempo y el papel incómodo de ser transmisora de malas noticias a las familias que tienen todos sus ahorros y ilusiones puestas en un proyecto.
Para empeorarlo, la mayoría de municipios ahora no aceptan hablar con los propietarios.
Además, cuando hablas con la administración, muchas veces la dinámica es injusta. Hablan desde la posición de quien sabe que tiene el poder, con el sueldo asegurado a final de mes, y la mayoría sin recelo te lo hacen notar. Hagas lo que hagas, te sientes acusada de querer hacer trampas —aún no sé por qué—. Desde ese privilegio, te hablan casi siempre como si te hicieran un favor.
Para complicarlo más, las normativas están redactadas de tal manera que quien las aplica siempre puede darles un matiz que te gire la tortilla, dejando a los técnicos totalmente desprotegidos y anulando nuestro criterio.
No me extraña que gran parte de mi generación de arquitect@s se haya pasado a la enseñanza o a la administración. Pero, ¿qué ocurrirá cuando todos nos demos por vencidos?
La paradoja de la vivienda
En un país donde la vivienda es uno de los grandes problemas sociales, la propia administración añade obstáculos que la encarecen y retrasan.
El coste de una vivienda, disparado e insostenible, no se mide solo en euros. También en tiempo, en desgaste emocional, en proyectos vitales que se aplazan.
Y, para los profesionales, en la dificultad de sostener una profesión que debería ser motor de soluciones y no víctima de un laberinto administrativo.
Repensar los trámites para mejorar el acceso a la vivienda
El problema de la vivienda en España no se resolverá solo construyendo más, como dicen algunos. También hace falta repensar cómo gestionamos permisos y trámites, y qué consecuencias tienen sobre la vida de las personas.
Porque detrás de cada expediente no hay únicamente metros cuadrados o promotores sin escrúpulos, como a menudo se quiere hacer creer.
También hay muchas familias esperando poder vivir en su casa. Y profesionales que, a pesar de todo, seguimos intentando hacerlo posible.